El emperador desnudo by Javier Arriero Retamar

El emperador desnudo by Javier Arriero Retamar

autor:Javier Arriero Retamar
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Histórico
publicado: 2015-07-01T22:00:00+00:00


18

El sol entraba ya por las ventanas, sentía el círculo de su calor en la espalda, ardiente. No podía hurtarse a él. Estaba preso en un lío de nudos corredizos, como un fardo. Se removió contra las ataduras, tratando de que la sangre regara sus extremidades. Tensó los muslos contra el pecho hasta lograr que se separaran de las pantorrillas, una rendija de holgura que había ido ampliando tenazmente a lo largo de la noche y que sentía ancha como el horizonte de una posesión conquistada con un esfuerzo de siglos, pero en la que sabía que apenas cabría la hoja de un cuchillo. Los calambres eran tan intensos que gimió.

- Muévete un poco, Menandro.

- Para qué.

Apenas podía atisbarlo, torciendo el cuello hasta el dolor; una masa doblada, compactada en un lío de cuerdas. Menandro no estaba desnudo como él, vestía la túnica de dormir.

- Si no te mueves llegarán los calambres de verdad.

Le oyó resoplar, apretándose contra las ataduras.

Una columna de luz caía sobre el mosaico que decoraba el suelo del salón de banquetes; el guerrero alzando su escudo ante una monstruosidad con cabeza de toro y cuerpo de atleta. Rasgos de un esquematismo infantil, formas de una rigidez vagamente cómica, compuestas por minúsculas piezas de piedra negra que la mirada articulaba en perfiles y descomponía en esquirlas; como si el ojo tratara de decidir qué realidad eliminar para obtener una ilusión coherente del mismo modo que él trataba de componer en su mente una narración lógica que le permitiera entender cómo Flavio Teodosio, hijo y nieto de generales, comandante de las fuerzas imperiales de Mesia, había acabado allí, violado por un demente tullido, atado como un animal, condenado a morir en una villa fronteriza de África. Le pareció que su vida siempre había estado recorrida por una veta indefiniblemente alucinatoria. Que su padre era una forma de exageración, que su madre contenía una minuciosa y taimada desmesura, que su mirada extremaba cuanto tocaba y en esa deformidad resultante apenas alcanzaba a distinguir la ecuánime normalidad que necesariamente subyacía, el suelo de la verdad. Que no era más extraño estar allí, maniatado y violado, que el hecho de que aquel niño que todavía habitaba en él y para quien su padre era la imposibilidad de una leyenda pudiera enviar a dos legiones hacia el exterminio con un gesto. Eso era lo que veía ahora, un niño con la capa roja de general sobre un gigantesco caballo blanco, cómicamente solemne pero también temible en su altiva necedad, rompiendo a manotazos un ejército de juguete en una rabieta. ¡Id y traedme la victoria! Eso clamó, y cuando su garganta dejó de vibrar aquellas palabras le dejaron en la boca el regusto amargo de lo ridículo mientras las cornetas y los tambores tronaban con la potencia ciega de lo irreversible; la parodia a punto de transformarse en drama.

A lo largo de la noche había recorrido la línea de su pasado una y otra vez en busca de del error, evidente hasta lo deslumbrante, que lo había llevado hasta allí.



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